Parte I - La vida online
Y cómo huir
cuando no quedan
islas para naufragar
Joaquín Sabina, versión Ana Belén
Quien salva una vida está salvando el mundo.
El Talmud
No pierdas el tiempo. Es de lo que está hecha la vida.
Lo que el viento se llevó
Capítulo I, no busco sexo, sino amor
- ¿Y vos, qué verso me vas a hacer, flaquito gordito? -le preguntó Mujer Sonrisa, sentada frente a él en aquella confitería llena de mujeres quejándose de sus maridos y sus ex maridos, y de hombres solitarios hablando con su teléfono celular porque no tenían a nadie más con quien hablar-. Sintió pena, pensó que la gente iba metida en su tupperware, todos aislados, pero diciéndose te quieros y mandándose abrazos.
Habían hablado un rato del tiempo, del clima, de lo loca que estaba la gente (los demás, claro, ellos no), de algunas frivolidades más, hasta que les trajeron un café, para ella, y una cocacola, para él. Había pedido una Guaraná pero no tenían; en un mundo globalizado, la Argentina se estaba convirtiendo en un país encerrado en sí mismo. Miró su pelo rubio verídico, sus ojos de colores, sus manos con un sencillo anillito plateado, su camisa blanca impecable. Vio su buen gusto para vestirse, observó cómo sus botas hacían juego con su carterita color cuero crudo, pensó cómo le hubiera gustado alguna vez sacarle esa hebilla que tomaba muy prolijamente su cabello suavemente ondeado y saber cómo sería abrazarla muy fuerte, tan sólo abrazarla, que era lo que ella sin duda necesitaba a gritos, al igual que él mismo, aunque Mujer Sonrisa nunca lo reconocería. El no dijo nada, no supo responder aquella pregunta. La miró en los ojos. “¿Y vos, qué verso me vas a hacer?”, le había dicho ella apenas se sentó, sonriendo, probándolo, provocándolo, en esa época del mundo en que el amor se había convertido en puro sexo. Por eso, entre otras razones, es que él se había exiliado años atrás en el ciberespacio, aquel día en que dijo Basta.
Cuando habían conversado por teléfono, y antes vía mail, ella no se había mostrado tan inquieta, distante, a la defensiva, al contrario. Se había mostrado menos temerosa, más humana, diferente, y seductora. Pero claro, no era lo mismo esconderse detrás de una netbook o una blackberry que estar allí, en la inquietante realidad. La vida no era siempre como una película de Hollywood con Meg Ryan y Tom Hanks.
- ¿Es una pregunta para responder? -dijo él, sin quitarle la vista de sus ojos. Su camisa blanca se abría debajo de su cuello y dejaba mostrar el inicio de un bonito cuerpo, y él se preguntó si además de aquel bonito cuerpo tendría alma. Se preguntó si estaría tan anestesiada que ya no sentía nada y sólo necesitaba raciones crecientes de algo parecido a la violencia para volver a sentir.
Ella se rió, nerviosa: - Es un chiste, obvio -dijo, tratando de reparar lo que había hecho porque se dio cuenta que había estado fuera de lugar. Se imaginó estar en una playa, mirando el mar, los dos recostados en unas reposeras tomando sol, nada más, nada menos. Se hizo la película. Deseó tomarle la mano, con sus uñas prolijamente cortas, sin ninguna señal de post-producción para seducir. Pero no, nada, Mujer Sonrisa ya no estaba allí, se había convertido de repente en una mujer fashion con cara de sonrisa Colgate. Parecía un emoticon haciendo smile, con gesto de “tudo bem, tudo bom”. El se preguntó porqué estaba aterrorizada de repente, y sin saber que estaba aterrorizada, y menos aún de ser capaz de reconocerlo, mientras vendía la superseguridad y aquella imagen de “yo no necesito a nadie”. Cosas de la middle age, pensó él, con ganas de volverse al ciberespacio, aquel nuevo país del mundo en que se había exiliado hacia unos años para entenderse y entender qué estaba pasando. ¿Había que decir algo? Ella esperaba que él respondiera, claro. Pero él no sabía cómo contestar esa pregunta estúpida.
Llamó al mozo. Le pidió la cuenta. Ninguno de los dos hablaba, ni ella ni él sabían qué decir luego de ese pésimo inicio de conversación. Finalmente, él se cansó de esperar al mozo, sacó dinero de su billetera para pagar la cuenta, y lo puso arriba de la mesa, al lado del menú. Habían pasado varios minutos de silencio.
- Gracias, por haber venido, pero yo no hago versos, a veces ensayo alguna poesía, pero soy malo en eso, pésimo -dijo al fin, tratando de ser amable-. Me vuelvo al ciberespacio…
Miró sus ojos azul caribe, le hubiera gustado conocer más a la mujer que estaba escondida en esa sonrisa smile, descubrirla dulcemente y a fuego lento, tal vez algún día besarla suavemente en la comisura, al principio al menos, además de abrazarla y de hacer con ella todas esas cosas que ella temía y deseaba, como él mismo, claro. Luego que se conocieron por Internet él la bautizó “mujer sonrisa” porque le había gustado aquella forma de reír, un poco aniñada y muy femenina, que le descubrió cuando hablaron por teléfono para conocerse las voces, luego de algunas semanas de conversación virtual. Habían hablado desde entonces durante días, durante semanas.
Se levantó de la silla. Volvió a mirar sus ojos. Lamentó mucho quedarse sin conocerla, pero deseaba irse, estaba cansado de la historia de la histeria. Ella lo miró, sin saber si ofenderse, pedirle disculpas por lo que había dicho (aunque ella era de las que no sabían pedir disculpas), darse cuenta que se había topado con un hombre que no la quería “sólo para eso” o convencerse que él era un idiota más que no había pasado su test de la creatividad. El silencio entre ellos, de repente, era ensordecedor. Solía ocurrir cuando estaba todo por decirse, o todo dicho.
El se dirigió hacia la puerta. Ella no hizo nada. De repente recordó la frase de una canción, otra canción, “es más fácil llegar al sol que a tu corazón”, decía, y recordar aquello le dio más deseos de irse de allí. Estaba cansado de las mujeres encerradas en la armadura oxidada.
Así, así de simple, terminó, o comenzó, otra historia de amor que sí que no, en un mundo de hombres y mujeres commodities, en donde decir la palabra amor estaba prohibido, en que comprometerse afectivamente podía generar un ataque de pánico, en donde todos desnudaban más fácilmente su cuerpo que su alma, en que todos, hombres y mujeres, pensaban “sólo en eso”. Era el famoso pos-posmodernismo de los no sentimientos y la frivolidad, el mundo light de los ensayistas que vendían millones de libros hablando de las relaciones líquidas, desafectadas, insensibilizadas, anestesiadas, desapasionadas, descorazonadas, ensimismadas; la época delivery de la humanidad, el tiempo fastfood en donde los hombres y las mujeres habían perdido el camino, habían elegido el pragmatismo y la resignación y se habían convencido que sexo y amor eran, sencillamente, la misma cosa; el planeta en donde lo que vendía era ser frívolos, pesimistas y apocalípticos. Para peor, la situación financiera y económica del mundo parecía empeorar otra vez, en medio de la primera crisis global de la globalización, apabullándolos a todos y poniéndole precio a los sentimientos, los principios y los fines, aunque él era del bando de los optimistas y veía indicios de que el mundo estaba mejorando, salvo allí, en Buenos Aires, Argentina, un país con su crisis exclusiva, especial, parecida pero diferente, que enfrentaba sin saberlo la decadencia misma.
El llegó hasta su auto, estacionado a unos metros. Era otro fracaso de tantos, quizá éste mucho peor porque ella le había gustado, y hacía mucho tiempo, siglos, que una mujer no le gustaba así, y sabía además que él le hubiera gustado a ella si se hubieran dado tiempo para conocerse. Pero no, ya era tarde. Las barreras estaban cerradas. La gente estaba cerrada. El tren estaba partiendo y quizá no habría otro. Mujer Sonrisa estaba cerrada y él mismo empezaba a estarlo, un poco más cada día. Pero no se daría por vencido, quería volver a enamorarse otra vez, deseaba volver a ser feliz como antes, cuando Anna vivía y estaba junto a él, cuando las cosas eran más fáciles, cuando decir te quiero, estoy enamorado, sos mi amor y otras palabras por el estilo no estaban prohibidas ni provocaban que la gente escapara corriendo, hombres y mujeres; cuando sentir no era solamente jugar a “hacer el amor”, sino hacerlo cotidianamente, mirándose en los ojos, tomándose las manos, compartiendo un desayuno, unas palabras, un rato en silencio, un chocolate, un roce de la piel (las mejillas, los pies, los labios, todo), una poesía de Borges leída en voz alta para el otro, las miradas y lo que había detrás de ellas, una simple caminata, una película, una bolsa de popcorn, unas lágrimas y, porqué no decirlo, al final desnudarse y tener sexo con amor y no sólo sexo, aquel deporte que estaba de moda en esos años en que la mayoría sentía que no podía sentir, en que muchos empezaban a descubrir la sutil diferencia entre placer y felicidad.
En aquel mundo frívolo, más liviano que el aire, lleno de mujeres y hombres commodities y pragmáticos, él seguía siendo un optimista desesperado. Por eso también, porque no era de la manada, porque era políticamente incorrecto, se levantó y se fue.
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Capítulo II, una banquera atractiva, muy ocupada, ferozmente sola
Patricia Paltrow no necesitaba a nadie, solía decir, para ser feliz, mujer cosmo al fin, aunque cuando se dejaba conocer, cosa que no ocurría casi nunca, era una mujer sólida, aunque disfrazada de líquida. Le gustaba andar descalza por la vida y amaba “que la vida la despeine”, una frase de moda para vender desde champú para el cabello hasta libros de autoayuda para las mujeres de corazones solitarios. Descalza era su forma de ser transparente e ir peor que desnuda, aunque vistiera lo mejor de la Quinta Avenida. Prolijamente despeinada era su manera de sugerir que podía ser salvaje, aunque también una lady mejor, cuando se ponía su uniforme de banquera. No se parecía demasiado a su prima lejana Gwyneth, quien era más linda que ella. Además Patricia era totalmente incapaz de actuar tan bien como la Julieta de “Shakespeare in Love”, todo lo contrario, no podía fingir ni siquiera un orgasmo, algo tan común en estos tiempos de cólera, la enfermedad con los síntomas del amor, según García Márquez.
Patricia Paltrow también era rubia como su pariente muy lejana y muy famosa, aunque eso era sólo una presunción, ya que uno de los misterios insondables de estos tiempos es el verdadero color del cabello de una mujer cosmo. Y usaba el pelo científicamente ondeado, quizá hasta tenía rulos, o quizá el pelo suave y lacio, ¿junous? Y claro, su piel estaba siempre apenas tostada, el sol no le interesaba demasiado. El color de sus ojos era siempre alguno de los siete verde-azules que se ven durante el día en algunas islas del Caribe. Y cambiaba según la hora. Muchas veces esos ojos se llenaban de lágrimas, claro, era una lloronita caprichosa y manipuladora, inestable y cabezadura, como buena princesa judía que era, aunque sin embargo también podía ser la persona más noble del mundo, o al menos de Occidente, lo que no era poco decir con tanto progresista haciéndose el bueno por estos lugares. Pero eso había sido en el pasado, ya no lo era tanto, la vida le había dejado sus heridas, que era incapaz de aceptar, y menos aún de mostrar, y ahora la acompañaba un feroz escepticismo que se mostraba hoy con una actitud irónica ante la vida. “Así no vas a conseguir novio” le decía en broma, pero no tanto, su amiga Cecilia, su única verdadera amiga.
- ¿Y quien dijo que yo quiero un boifrend?, le respondía ella por mail, al borde mismo del sarcasmo que la habitaba en su inglés algo trabado, que escribía como lo decía más que como se escribía.
Por supuesto, ella lograba un efecto inesperado en los hombres: los hacía desear ser una mejor persona, cualquier cosa con tal de conquistarla. Ella generaba todo eso y más, aunque a veces ocurría todo lo contrario, cuando se ponía “que sí que no”, caprichosa, obsesiva, demasiado femenina, al borde mismo de la histeria. En esos momentos sacaba lo peor de ellos Era casi la reencarnación de Scarlet O’Hara (véase “Lo que el viento se llevó”) cuando jugaba al gato y el ratón con Rhett Butler. Paltrow no podía dejar de hablar casi en ningún momento, nunca, jamás de los jamases, hablaba tres idiomas y podía llorar, reír, gritar y hasta insultar elegantemente, todo al mismo tiempo. No podía tener la boca cerrada, y menos cuando besaba, como decía ella a veces, sólo para provocar, porque besar, besaba muy poco pese a que la comisura de sus labios apuntaba hacia arriba como si fuera la mujer más feliz de la Gran Manzana. Aunque podía callarse la boca y ser hermética por minutos, horas, días, años. De las dos formas, provocaba, y cuando le gustaba un hombre, lo tomaba, así, con la mano, como se toma un sachet de yogurt en el supermercado, o en el caso de ella como cuando se compraba compulsivamente un discreto rolex plateado en la Quinta Avenida, un reloj que antes del pos-posmodernismo era para toda la vida, un sinónimo de buen gusto y prestigio, aunque ahora los relojes eran objetivos de moda y descartables, como tantas cosas y/o personas. Sí, una mujer cosmo, habitante de la aldea global. De las que hacen que las cosas pasen. De las que toman el hombre que les gusta y hasta son capaces de desabrocharles el cinturón y abrirles su camisa. De las que creen que son plenamente felices y que no necesitan a nadie y hablan con seguridad y tienen más certezas que incertidumbres e intuyen que, más allá de las apariencias, existe una sutil diferencia entre llegar alto y llegar lejos, entre la fama y la gloria.
Pero no era de nadie ni quizá lo sería nunca. Podía hasta querer mucho. De hecho a su primer marido lo había querido mucho, mientras duró. Pero no había sido amor, sólo un simulacro de amor que ella misma quiso creer, claro, pero no un amor de esos con relámpagos y desesperación y orgasmos silenciosos pero intensos con los ojos abiertos y las “bragas” mojadas (le gustaba aquella palabreja), y esa mirada, y esa felicidad que sólo conocen los que la conocieron. Dios había jugado a los dados y ella había perdido, pese a que parecía la gran ganadora. Cuando salía del banco de la Calle de la Pared se iba a su apartamento de Park Ave., y al otro día volvía a su oficina tecnológica de Wall Street. Casi no hacía otra cosa últimamente, salvo asistir a esas fiestas elegantes de Lexington Avenue, a algún estreno en el Lincoln Center, al Soho a cenar en los días de primavera, o a un fin de semana en los Hamptons, o a aquellos departamentos frente al Central Park de sus amigas las brujas, como si estuvieran jugando a Sex and the City, su programa de cabecera. Hasta tenía toda la colección de programas en dividí, obvio.
Y claro, en los días de invierno le gustaba ir a hacer sus dos kilómetros diarios de caminata recorriendo los museos modernos, el MOMA y el Guggenheim, su preferido para caminar, aquel museo en la Quinta Avenida y la 88, allí nomás del Central Park, que ella llamaba cariñosamente “el Garaje”, porque cuando lo vio por primera vez le recordó a esas espirales que tienen las rampas de las playas de estacionamiento gigantes. “Vamos al garaje, me sobra medio kilo”, les decía a veces a sus amigas brujas, cuando extrañaba ver aquella pintura de Kandinsky que le gustaba tanto y que nunca había podido comprar para tener en su casa. Al diseñador de aquel Guggenheim, el arquitecto Frank Lloyd Wright, le hubiera divertido mucho escucharla a Paltrow hablar así de ese “edificio” que competía en belleza con las pinturas que allí se exhibían, y que Paltrow utilizaba para hacer sus caminatas diarias. Por las dudas, ella siempre aclaraba que más que ir a ver las pinturas le gustaba ir a mirar la gente que andaba por allí. “Esas son las verdaderas obras de arte”, solía decir en voz no tan baja, mientras no paraba de caminar. Aunque luego, en la calle, se comía un hot dog con mucha mostaza y una Coca Cola (nunca light), ya que era una de esas mujeres que comiera lo que comiera no engordaba. Y obviamente, nadie sabía como pero nunca se manchaba sus impecables trajes suaves y discretos de banquera. Y si se manchaba tampoco se preocupaba demasiado. Era Patricia Paltrow, podía hacer lo que quisiera. Hasta podía darse el lujo de parecer una mujer frívola y light salida esa misma mañana del canal Fashion (FTV), pero no, jamás, es posible incluso que ella hubiera sido la creadora y hasta la propietaria de aquella red. La mujer tenía una personalidad escondida, demasiado escondida, algo que las mujeres fashion suelen evitar porque les da dolor de cabeza y las obliga a decir, de vez en cuando, alguna cosa profunda, o comprometerse con algo. Pero ella no era una mujer commoditie, eso jamás.
Paltrow había estudiado finanzas en Buenos Aires, había pasado por Chicago y hecho su doctorado viviendo en un edificio de Hyde Park que ocupara muchas décadas atrás el mismísimo Al Capone. Bueno, ella ocupó sólo un apartamento de todo lo que había sido una gran mansión. Le gustó cuando se enteró del detalle y su Daddy lo alquiló inmediatamente. El premio Nobel Milton Friedman fue su mentor en Chicago, la guió con una tesis desafiante sobre la importancia de la política monetaria de la Fed para acelerar o frenar el ciclo económico y controlar la inflación, algo que luego descubrirían los muchachos de Wall Street cuando Alan Greenspan primero, y Ben Bernanke después, demostraron adonde estaba verdaderamente el poder, si en la Reserva Federal o en la Casa Blanca.
Luego, ella ya no volvió a vivir a la Argentina, pese a que allí podría trabajar en el banquito de su papá. Pero no, no podía. Cecilia y Esteban se acababan de casar y ella, que sabía sumar y restar demasiado bien, se daba cuenta que un hombre era poco para dos mujeres como ella y como Cecilia. “Alguien sobraba y creo que soy yo”, les contaba a las brujas cuando no podía con su alma, riéndose de ella misma, nerviosa. Pese a lo caprichosa que era y a que estaba acostumbrada a obtener todo lo que quería, esa era la batalla que había perdido, la única que realmente le había importado en su vida. Así que se quedó en Wall Street a hacer su carrera exitosamente solitaria, rompiendo corazones y rechazando a casi todos los hombres que se le acercaban. Ninguno le interesaba. Ni si le hubieran presentado a Richard Gere, ni si la hubiera llamado Hugh Grant en persona. Sólo Bill Clinton la había conmovido una vez en una cena en Casablanca, pero claro, quizá porque era parecido a su amado Esteban, sólo por eso y porque era casado y jamás sería todo para ella, jamás de los jamases, aunque se atreviera a ser inapropiado por un rato. Obviamente era de las que se enamoraban siempre de la persona equivocada y enamoraba siempre a los hombres que no le interesaban, mientras soñaba con Humphrey Bogart en la otra Casablanca, un second best para soñar cuando Steve ya no estuvo “aveilble”, como decía ella.
Claro, estuvo también aquel ex marido que tuvo como propiedad durante 11 años, una vida dentro de su vida, ni el nombre quería recordar ella (era uno de los tantos y tantos Kennedys de los que nunca serían presidente). Hasta en eso se parecía a Scarlet, que ya en el siglo pasado ella también se había casado con un Kennedy, que seguramente no sería bisabuelito de aquel Senador que moría por Paltrow porque era de ficción. Ella incluso creyó que era verdadero love, trató de convencerse de ello y hasta lo logró por algunos años. De hecho el hombre rubio de Massachusetts duró bastante, el tiempo suficiente como para que darle sus espermatozoides (los mejores del mercado, como decía ella, que aplicaba sus teorías económicas a todo) y su compañía amable e interesante (esa palabra tan fría que no decía nada) que le abría las puertas de las mejores familias de los Usas. El hombre no era tonto, obvio, todo lo contrario, y compartió con ella, al menos, el amor a las poesías de Whitman, de Robert Frost y de Jáques Prevert, un sinónimo francés de la palabra love.
Así que, cuando menos, hubo algún amor allí, podría decirse, que duró hasta que Paltrow lo echó aquel sábado por la noche en que él le gritó, un poco pasado por sus típicos martinis con aceitunas de las películas, trivial el tipo, y hasta amagó con pegarle porque ella bostezaba demasiado en la cama, pero sólo fue eso, un impulso que no recorrió ni dos centímetros de espacio-tiempo hasta que la mirada del tipo se encontró con los ojos azules helados de ella, que lo quemaron. “Nadie le pega a Paltrow -decía la mirada- salvo que yo desee que alguien lo haga…”.
Y aunque no ocurrió nada, eso fue demasiado para la reina Paltrow, el Kennedy que no sería nunca presidente dejó de aplicar también para marido, duró sólo aquella noche en la casa, en uno de los sillones del living room del lugar, y sólo porque era invierno y a Paltrow le dio un poco de lástima, y odiaba los escándalos (los propios, claro). Por la mañana, al tipo K lo esperaba abajo su abogado en una limosina, y eso fue todo. Eso y algunos millones que ella, prolijamente, le sacó de lo que quedaba de la parte proporcional de la subdivisión de la división de la herencia que dejara el padre fundador de la familia (para los hijos, claro). Es que Paltrow no era reina ni heredera de una fortuna demasiado escandalosa, ni se había educado en Connecticut, como Jackie Kennedy o la glamorosa Gloria Vanderbilt, quien en alguno de sus divorcios hasta tuvo que comprar su libertad, para luego tratar de suicidarse, sin éxito, por Marlon Brando (“Si mi marido era Dios, él era Zéus”, dijo hablando enamorada de The Goodfather, para olvidarlo en unos días por su nuevo amor, Frank Sinatra). Pero Paltrow sí tenía algo en común con la glamorosa Gloria Vanderbilt: las dos había nacido un 11 de septiembre, y esa fecha nunca les sería indiferente, aunque Patricia no era una “pobre niña rica” con la famosa Gloria. A partir de allí se ocupó de sus hijos como si fuera Doris Day en persona, o Julie Andrews en The Sound of Music. Lo dejó todo por ellos. Aquella fue la mejor época de su vida. Sus hijos recibieron de ella suficiente amor, ni una gota más de lo necesario, una fuerte y exigente educación, unos pocos principios importantes que ella había recibido a su vez de sus padres y mucha libertad a la francesa que los psicoanalistas lacanianos cada tanto reconsideraban en importantes seminarios parisinos o vieneses, cambiando de opinión sobre a qué decirles que sí y a qué decirles que no a los hijos. Y hasta dónde debían llegar los límites, claro, algo que iba y venía desde que Einstein había descubierto la teoría de la relatividad y algunos idiotas creyeron que la idea se podía asociar a la vida cotidiana, a la psicología social, a los seres humanos y hasta la educación.
El tal Kennedy apareció en escena desde entonces sólo para ocuparse de sus hijos, para llevarlos a esquiar a Aspen y mostrarse en las fotos con ellos cuando lo eligieron como candidato a senador, aunque no pasó de allí, y ella jamás usó aquel apellido ilustre, no era su estilo. El tipo K le “dejó” también aquel pequeño departamento de exactamente 212 metros en Park Avenue que a ella le gustaba tanto no sabía porqué, quizá por aquel número tan de Manhattan o de Carolina Herrera. No hace falta decir que el tipo estaba enamorado de ella perdidamente, que siguió la costumbre familiar de sobrevivir a escándalos varios y de dedicarse a la política sin éxito, jamás podría competir con la impronta de JFK, su pariente lejano, ni menos de Bobby. Su ocupación desde entonces fue seguir enamorado de ella por toda la eternidad, según lo confesaría en unos poemas malísimos que no se parecían ni a los de Whitman, ni a los de Frost ni a los de Prevert. Así eran las cosas con Paltrow. Luego, ella se casó con un buen hombre 15 años mayor que ella al que secretamente llamaba “Second Best”, que podía ser su padre, obvio, que la cuidaba, la organizaba y soportaba con buen humor y bastante sabiduría judía sus caprichos de princesa, o mejor dicho, de reina judía. El tipo había hecho su dinero (no demasiado para ser un industrial de Hollywood) produciendo algunas típicas series cómicas de TV. A su manera, ella comenzó a quererlo mucho, sólo que nunca habría relámpago ni ella ya lo esperaba. Había aprendido a buscar el placer en su trabajo, pero no era amor al dinero, era por pura diversión, en todo caso era amor a ganar, a ser la mejor en lo que emprendía, algo que también le había enseñado Daddy (“en lo que hagas hay ser la mejor”, solía decirle aquel banquero que era un regio con el dinero de los accionistas). Si le preguntaban a quien se parecía ella, todos pensaban sin dudar que a la famosa Carrie, aunque no, su respuesta sería que Carrie había inspirado su personaje en ella (sí, su autoestima era más alta que ella misma). Pero Second Best, como Daddy, había tenido el mal gusto de morirse y dejarla sola, más sola aún, justo cuando ella tenía todo organizadito en sus diferentes cajoncitos (trabajo en uno, sueños y secretos en un tercero, sexo en la ciudad en otro más, viajes por aquí, sus amigas brujas por allá, y aquel buen señor con quien, a su manera, había sido casi feliz durante años, guardado en otra carpeta más de Mis Documentos). Aquello había funcionado muy bien (véase El Arreglo, de Elia Kazán). Había negociado bien con la vida y todo había estado en su lugar hasta en que el buen hombre la dejó por la muerte y ella descubrió que quería al tipo mucho más de lo que ella misma sabía, aunque no se le mojaran las bragas por él, y que ahora estaba más sola que nunca, aunque rodeada de gente aburrida y peor aún, que no sentía nada, o que sentía demasiado, junous. Los chicos eran grandes, hacían su vida. ¿Qué hacer? ¿Más bonos y stocks?
Paltrow no era una mujer de esas que se quedarían tranquilas viendo como los próximos treinta años de su vida pasaban lujosamente aburridos. Era transparente para quienes sabían ver lo que había en su mirada. Radioactiva. Radiante. Discreta. Mucho antes que los progres del subdesarrollo descubrieran la cultura oriental, la onda budista, el yoga, la cultura japonesa, el fenshui y el sushi, la meditación trascendental y el yoga, la reflexología y todas esas cosas bien mezcladas en una coctelera tan de moda, incluyendo esa nueva historia de hacer el amor sin tocarse que enseñaban en los canales de cable Infinitos, ella ya había hechizado a unos cuantos hombres del mundo desarrollado y de los países emergentes sudamericanos, todos level one, simplemente pasando a su lado descalza en cualquier playa de aquí o allá, con un viejo y gastado short de jeans y una de esas camisas blancas sin marca y con pocos botones que solía usar en aquellos años, antes de la gran catástrofe. Tan sólo se sentaba en la arena mirando el mar de The Hamptons, por ejemplo, o en el Caribe holandés, con su sombrerito y sus anteojos oscuros, como si hiciera Ommm, y los tipos a su alrededor no podían parar de mirarla e imaginar cosas muy pero muy mojadas. Le bastaba estar sentada en una mesa en una Starbucks cualquiera, o en el lobby de cualquier hotel en Nueva York o Londres, sus dos ciudades amadas, y los hombres a su alrededor, siempre hombres “importantes” (importante era a partir de 100 millones), comenzaban a espiarla como si fuera una mujer de 32 años con ese gesto especial que tiene una mujer cuando está embarazada y ya no necesita nada más (eso, eso los volvía locos). Claro, Paltrow tenía 50 años, pero lograba que aquellos que soñaban cambiar a una mujer de 50 por dos de 25 cambiaran de idea otra vez y se dieran cuenta que esto de la vida, el amor, la belleza y la felicidad, no tenía nada que ver con la edad.
En el verano, sus pies jugaban distraídamente descalzos con algunas sandalias chatas muy simples, de cuero verdadero, de esas compradas en el Gucci de la Quinta Avenida, al lado de la Trump Tower, con una piedra azul como sus ojos, o una esmeralda que hasta podría ser verdadera. Si, además de su sonrisa, sabía manejar sus pies como nadie sabía hacerlo, descalzos en el parque, con sus sandalias, con el calzado elegante suavemente inquietante y hasta con sus botas de cabalgar gastadas, aunque nunca se hubieran subido a ningún caballo (“para qué, prefiero subirme a un hombre”, bromeaba ella cuando se juntaba con las brujas). Ella caminaba por los pasillos del banco de inversión hablando por el celular con bluetooth colgado en la oreja, comprando y vendiendo aire, bonitos, commodities, futuros, stocks y ETF’s, y ellos la miraban, la espiaban, se desconcentraban, perdían miles de dólares en un segundo de distracción. La burbuja inmobiliaria empezaba a explotar en los EE.UU., aunque aún no la crisis financiera que llegó cuando explotó la burbuja.
Pero lo más increíble, crease o no, es que ella ni siquiera era tan bonita, no era superalta, no tenía el físico de Kate Moss, ni la cola de Scarlett Johansen, ni la languidez histérica de las modelos de Fashion TV o del Cosmo Chanel, ni la naricita de Zeta Jones, ni la belleza engañosa de no pocas elegantes mujeres argentinas que lo hubieran vuelto loco al mismísimo Sigmund Freud con sus nos que querían decir sí y sus sís que querían decir tal vez mañana, y sus tal vez mañana que implicaban que querían que el tipo decidiera por ellas. No, nada por el estilo, ni un gramo de siliconas se había agregado, Paltrow, obvio, todo era suyo. Y su cintura perfecta, claro. Hasta su prima lejana Gwyneth era mucho más linda que ella. ¿Pero entonces por qué los tipos se daban vuelta cuando pasaba Paltrow con sus trajecitos discretos, apenas apretados, arriba de sus tacos altos? Porque ella creía en ella, porque estaba convencida que era una reina, porque su autoestima marcaba 110%. Y, lo más importante y grave aún, porque no le interesaba ninguno de aquellos tipitos que la espiaban. Y eso se transmitía mejor que las microondas invisibles de un teléfono celular. Ese era el truco que la humanidad aún no había entendido, preocupada por el calentamiento global y el otro, por el agotamiento de los combustibles fósiles, por el posible hard landing de los Usas, siempre soñado por los resentidos que querían ser testigos de la decadencia del imperio americano, por los papelones de Hugo Chávez el socialista, capitalista o lo que hubiera que ser, por la caída del dólar y la suba del euro, o viceversa, o por la importancia creciente de China, que según sus cálculos en el año 2010 se convertiría en la segunda economía del mundo.
Para Paltrow, la verdadera seducción no era un problema de belleza oficial, sino de creer que se es el mejor, o la mejor, y de tener cero interés en quién nos mira. Es casi un teorema, un drama, es la vida misma, es el puro mercado en acción, la oferta y la demanda, fijarse el precio muy alto, el más alto, y seguir subiendo la apuesta a medida que la demanda trate de adaptarse a la oferta, glup, puro Chicago Economics. Si el jorobado de Notre Dame lo hubiera comprendido a tiempo se hubiera puesto de moda para las mujeres mucho antes, quizá en el siglo XIX. Y hubiera sido bastante más feliz, seguramente. Todo era, es, será, pura seducción, autoestima, actitud, seguridad y sólo una pizca de marketing. La belleza era, es, será, un estado interior, así como la fealdad. Simple, como lo explicaba en su club de brujas anónimas, contradiciendo la “sabiduría” pos-posmoderna.
Más. En un tiempo en que la belleza se convertía también en un commoditie, en que todos confundían sexo con amor (un error que le costaría la felicidad a miles de millones de personas que vivían equivocadas, y que mataría silenciosamente a más gente que la suma de todas las guerras, tsunamis y huracanes con nombre de mujer), Paltrow era lo más lejano que se conociera a una muñeca Barbie-fashion, a un cuerpo sin alma.
A ella, obviamente, no le interesaba ninguno de los tipos que se daban vuelta para verla pasar, ninguno, salvo Esteban, su verdadero amor imposible que la quería pero no la amaba. Nada nuevo bajo el sol. La mayoría de los seres humanos se enamoran de la persona equivocada, hasta las reinas. Marcel Proust se pasó siete tomos de su famoso libro buscando el tiempo perdido enamorado de aquella mujer “que al final no valía la pena”. No era seguridad solamente. No era autoestima topten. Era que hasta allí nunca había pensado ni sentido amorosamente, perdidamente, nada, nunca, por nadie más que por Esteban y su pelo cayendo distraídamente sobre su frente. Ella lo tenía todo y no tenía nada. Vista así, su historia no era muy diferente a la de Scarlet O’Hara, aquella mujer caprichosa, manipuladora, lloronita e histérica de “Lo que el viento se llevó”, aunque a ella al menos Rhett Butler la amaba, tanto como el pelmazo de Florentino Ariza, el héroe enamorado por más de 50 años en “El amor en los tiempos del cólera”. Pero ya se sabe, en Hollywood el mundo siempre se dividió entre buenos y malos, villanos y pobres víctimas, mientras que en la realidad el mundo sólo podía dividirse entre gente sana o gente enferma. ¿Ella estaba enferma? Meibí, como 5 de cada 10 seres humanos que usan jabón Lux y buscan toda la vida, sin éxito, el famoso nudo de su neurosis.
Pero luego, llegó el once de septiembre de 2001, y en el día de su cumpleaños todo cambio para ella y para todos, tanto que sólo unos pocos comprendieron qué estaba ocurriendo. Qué empezaba a ocurrir.
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III, un hombre que dijo Basta
Un día de agosto de 2005 Diego Hartman dijo basta. ¿Quién no sueña a veces con decir basta?
Mucha gente sueña alguna vez con dejarlo todo e irse. Abandonar. Dar el portazo. Empezar de nuevo. Desaparecer. Explotar. Respetarse y recuperar la famosa dignidad. Animarse. Atreverse. Concretar el sueño que siempre soñaron.
Muchos hombres sueñan con decir basta por diferentes razones. Muchos sueñan simplemente con escapar, desaparecer de allí, adonde sea que estén, y vivir otra vida. Otros sueñan con ir detrás de aquella mujer que ven pasar todos los días sin saber quien es, y decirle algo que las conmueva para conquistarlas (tontos, no saben que son las mujeres las que conquistan a los hombres). La mayoría sueña con mandar al diablo al jefe, aunque temen hacerlo (todos tienen un jefe en este mundo, menos Bill Gates, claro, un prócer moderno). Casi todos están entrampados en Visa y Mastercard y sueñan con no depender de nadie, y a eso lo llaman equivocadamente libertad. Sueñan con ver otro paisaje que los vuelva a asombrar, como en otros tiempos. Sueñan con tomar los famosos ahorros guardados para una emergencia, ir al aeropuerto, subir a un avión y viajar hasta aquel lugar del Caribe donde no hay invierno, sólo verano, y el mar tiene siete colores. Más de 50% de esos hombres (ya que estamos en tiempos de estadísticas), además, sueñan con andar descalzos y dormir largas siestas con los ojos abiertos, abrazados a otra mujer que no sea la suya y que disfrute del silencio, en un lugar que no sea el de ellos, en otro clima, en otro país, en otra época, con otra gente que sea diferente a quienes los rodean. Son hombres frustrados que no saben que allí tampoco serán felices, porque no saben disfrutar lo que tienen, ni sabrán disfrutar algo distinto. Son los que hacen siempre listas mentales de todas las cosas que harían si pudieran elegir otra vida que la que les tocó en “suerte”, insatisfechos seriales al fin. Y unos pocos, algo más sabios, sueñan con encontrar su lugar en el mundo y mudarse allí hasta que la vida les diga basta.
Para algunos puede ser ir a aquella isla del Caribe donde el tiempo va más despacio, pero puede ser también escapar a caminar por París para ver si existen aquellas mujeres bellas de las películas francesas, o a Nueva York, adonde el tiempo va más rápido y las mujeres lo deciden todo, hasta lo que no debieran decidir. O a aquella montaña escondida en la Patagonia, adonde no hay nadie, o a aquel lugar al borde mismo del mar, en Escocia, adonde termina la tierra y las mujeres parecen más fuertes, más duras, más fieles, más frías y a la vez profundamente calientes. O algún pueblo del norte de Brasil, en donde la gente sonríe más de lo que está triste y las mujeres parecen tan fáciles, o mejor dicho, más simples y a la vez deliciosamente difíciles. O a Australia, o a China, al otro lado del mundo, a las antípodas geográficas y personales.
Pero ninguna de aquellas era la razón por la que Diego dijo Basta aquel día.
Había pasado muchos años en aquella redacción de la que estaba a punto de irse para siempre, demasiado ocupado con sus artículos, sus reportajes, sus columnas, hablando por teléfono, tomando notas, yendo a Washington, volviendo de Davos, haciendo el check-in en los aiports y el check-out en los hoteles cinco estrellas, visitando Berlín, Londres y más. Había pasado años extrañándola a Anna y preguntándose una y otra vez porqué él había insistido en aquel viaje del que no ella nunca volvió. Había pasado años organizando seminarios de negocios en los hoteles Sheraton o Marriott, trayendo y llevando académicos, almorzando comida frívola de gustos suaves en los lugares más caros, con platos grandes, vistosos y amarretes que lo dejaban siempre con hambre, mientras escuchaba frivolidades. Y en el medio de todo aquello, ocupándose de sus hijos, solo, haciendo de madre, padre, todo, seguramente mal, quizá demasiado rígido en esto mundo de padres ausentes que deseducan o maleducan a sus hijos. Era lo mejor que pudo hacer, claro, uno más de esos pocos tipos que en los principios del siglo XXI todavía seguían creyendo que a los hijos había que educarlos en vez de dejarlos hacer cualquier cosa, que hay que decirles a veces no, a veces sí, y aguantar las consecuencias y la soledad de hacer del “malo” de la película.
Sí, casi todos los hombres sueñan alguna vez simplemente con irse, desaparecer como el ilusionista de la película. Escapar, huir, cambiar su vida. Vivir otra vida distinta. Terminar con esa sensación de incertidumbre que los acosa, con la inestabilidad, con la vulnerabilidad y la incertidumbre de la que hablaba el famoso Zygmunt Bauman, el del mundo líquido, el de las relaciones y las sociedades líquidas.
La diferencia que aquel día de agosto de 2004 Diego Hartman lo hizo. Se fue. Dijo Basta. Era su cumpleaños número 50 y su regalo fue respetarse.
Era un tipo alto, flaco, flaquísimo, pelo muy corto, anteojos casi invisibles, redondos, nunca de moda, siempre con un saco azul, una camisa blanca o celeste, unos pantalones beige o grises, una corbata suavemente alegre pero nunca llamativa, mocasines o zapatos náuticos. Era un tipo discreto, con una sonrisa especial y una mirada con rayos x como la de Superman, que escaneaba al otro y podía ver el alma de los demás, cuando la tenían, lo que no es tan frecuente últimamente. No tenía el poder de desnudar a una mujer con la mirada, ni le interesaba demasiado hacerlo, pero sí podía ver si tenían alma y comprender qué les pasaba, aunque ese poder no le sirviera para nada, todo lo contrario.
Ese día él miró a su alrededor. Sonrió a todos saludando sin saludar y se fue.
Se fue, aunque no lo hizo por ninguna de todas aquellas razones por la que la mayoría de los hombres se van y lo dejan todo. No lo hizo por ese cansancio típico que luego se convierte en desánimo y al fin en desesperación. Ni por frustración, ni por nostalgia por algo que ya pasó, o que nunca ocurrió. O por no haber logrado sus sueños, o peor, por no haber ni siquiera tratado de lograrlos. Ni por sentirse infeliz. Ni por tener pesadillas perturbadoras, ni para perseguir a alguna de aquellas mujeres soñadas, o por añorar estar en los lugares bellos de las películas hollywoodenses. No lo hizo para buscar su lugar en el mundo. Tampoco porque el tiempo se acababa y todavía no había llegado tan alto como lo había esperado. Nada, esa no era su historia. Ni lo hizo porque tuviera incertidumbre, inestabilidad o inseguridad a lo Bauman.
Estaba en el medio de la redacción, sentado en su cómodo sillón, metido en su box de siempre, mirando como hipnotizado aquella pantalla de HP que esperaba que él apretara Send. Acababa de terminar de escribir su columna, como casi todos los días, incluso le gustó cómo había quedado. Claro que al director no le gustaría, pero ya no importaba, ya no habría más negociaciones en donde él siempre terminaba publicando lo que quería, luego de un largo y desgastante juego de presiones y veladas discusiones.
No le iba mal en la vida, nada mal. Era un cabezadura que casi siempre se había salido con la suya, que siempre había dicho lo que pensaba, pese a que en general era un provocador y casi todo lo que decía era políticamente incorrecto. En realidad le iba muy bien. No era ni un fracasado que no había podído lograr lo que quería, ni un frustrado que ni siquiera se había atrevido a intentarlo. Era un tipo “importante”, “exitoso”, había llegado alto y nadie diría que había razones para irse de allí para no volver, salvo él mismo cuando se miraba al espejo. Era un hombre respetado, tenía algunos amigos y hasta tenía una gran cantidad de enemigos (un símbolo más de éxito). Era consultado, escuchado y criticado por muchos. No era un tipo indiferente, ni gris, ni del famoso montón, ni de los que siguen a la manada. Pero se sentía endiabladamente solo allí, rodeado de tanta gente a la que ya no comprendía. “A este mundo ya no lo entiendo”, murmuraba, hablando consigo mismo y preguntándose sino estaría un poco loco. “¿En qué momento se jodió todo?”, se preguntaba siempre, usando aquella frase de Mario Vargas Llosa en Conversación en la Catedral. ¿Habría ocurrido en un momento preciso? ¿O era la simple acumulación de decisiones erróneas tomadas por una sociedad pendular, extremista, cambiante, con todos eligiendo una y otra vez el camino equivocado hasta que ya no se podía volver atrás? ¿Era el mundo que estaba jodido o sólo su país? ¿Era una crisis personal, estaba en medio de una crisis social insoportable o aquello era el inicio, el anticipo, de la primera crisis global de la gloalización?
No lo sabía. Sólo sabía que estaba en medio de la moderna redacción híper tecnificada de aquel diario de economía y finanzas adonde había trabajado en los últimos 13 años, que era propiedad de una red global de diarios especializados y de varias revistas de negocios y tecnologia, todo ello con filiales en varios países de América latina, España, los EE.UU., Inglaterra y otros paisajes, aunque en plena globalización nadie tenía demasiado claro quienes eran los dueños de aquella empresa, sólo se sabía que todo se manejaba desde una casa matriz radicada en la zona más nueva de Londres, junto al Río Támesis. Y en Buenos Aires, adonde vivía Hartman, la compañía tenía dos pisos en un antiguo edificio estilo parisino remozado, en la exclusiva zona de la plaza San Martín, a cuadras del sector financiero.
Todos tenían con él una actitud que estaba en esa zona gris entre el miedo y el respeto, la distancia y la tolerancia a sus travesuras habituales, algo que con el tiempo lo había alejado un poco de la gente. Era una persona difícil para ganarle en una discusión, pese a que nunca levantaba la voz y a que jamás se imponía usando la jerarquía o el poder. De hecho, casi no tenía poder. ¿Era el famoso dueño de la verdad? Para nada, sólo que sabía pensar y tenía más ideas que ideologías, algo políticamente incorrecto en un país en donde reinaban cada día más algunos de los “ismos” obsoletos de moda nuevamente en el mundo (populismo, nacionalismo, progresismo con un touch demagógico, un poco de fascismo de izquierda o de derecha con un obsoleto retorno de Papá Estado, todo eso disfrazado de una democracia de apariencias, más formal que real). Pero él no era nada de eso (ese era su problema, su incapacidad de ir con la manada). Sólo le interesaba comprender, llegar al fondo del asunto, aunque no le conviniera. Y tenía algunos pocos principios y valores que, a diferencia de Groucho Marx y de la moda reinante, no eran negociables. ¿Por eso se iba? ¿Quedaba allí, en aquel país crispado, gente que tuviera unos pocos principios y los defendiera? Pocos. Había que buscarlos con lupa. La gente en la Argentina había sufrido (o provocado, junous) demasiadas crisis, demasiadas tragedias como para seguir aferrados a cosas tan elementales e incómodas como eso de “tener principios”, en un país en que se imponían los llamados “pragmáticos”, esa forma elegante del cinismo y la frivolidad modelo siglo XXI. Aquello no era una crisis más, ni una sucesión de crisis acumuladas, era el rostro mismo de la decadencia. Tanto era así que en el mundo nadie comprendía a la Argentina y sus montañas rusas, aquel país rico que se empobrecía, aquel país culto que se embrutecía, aquel país que se acercaba al peor de los populismos, ni de izquierda ni de derecha, sólo un país en decadencia por obra y gracia de los mismos argentinos, dirigentes y dirigidos, que vivían siempre echándole la culpa de sus problemas a los demás. El lo llamaba “el enigma argentino”, porque no tenía una sola respuesta. ¿Se iba para responder esa pregunta? Tampoco. Simplemente no soportaba más aquella irrealidad irreal y bizarra que pocos percibían, que ni siquiera se parecía el Macondo soñado, o no tanto, por García Márquez.
Tan diferente era Hartman que ni siquiera tenía un cargo allí adentro, de hecho tampoco tenía una oficina privada, ni una secretaria bonita, ni siquiera una fea, ni un grupo de gente trabajando para él, ni esos atributos del llamado Poder. Sólo una cosa había negociado desde el principio, una cochera en el subsuelo, que siempre les generaba curiosidad a los ejecutivos y a los otros periodistas, jefes incluídos. ¿Por qué Hartman tenía una cochera?, se preguntaban todos, si a la vista casi era un típico perdedor. El dejaba que pensaran eso, le gustaba hacerse el tontito, prefería el bajo perfil. Pero tenía poder. Estaba demasiado relacionado con el Poder. Su teléfono sonaba mucho. El celular también. Los mails no dejaban de llegar y eso, en estos tiempos del siglo XXI, era un innegable símbolo de poder. Y casi siempre se trataba de gente “importante”. Pocos lo sabían, pero desde allí, desde aquel escritorio perdido en medio de una redacción de gente frívola y un poco snob, él llamaba o lo llamaban ministros, ex ministros, futuros ministros, todos aquellos funcionarios que asumían su cargo y creían que estarían para siempre “allí arriba”, esos hombrecitos grises que contraían rápidamente una severa adicción peligrosa al auto con chofer, el cargo “importante” y las adulaciones o los silencios cómplices de periodistas igualmente adictos a la misma enfermedad. No sabían, había aprendido él, que todo aquello no era ni el Poder ni la Gloria, sino apenas los famosos 15 minutos de fama que a veces duraban 30 minutos, en el mejor de los casos. Igual, él hablaba con todos. Los medios de comunicación eran parte del Poder, una parte demasiado importante. Y a la mayoría de los señores ABC1 les gustaba aparecer en aquella columna cotidiana de Hartman o en sus reportajes, que leían esos cincuenta o cien mil hombres y mujeres de negocios, “importantes”, que peleaban todos los largos días de sus vidas por mantenerse allí arriba, surfeando en la ola, disfrutando un poco esos 15 minutos de fama. Claro: costaba seguir allí y tratar de convertirlos en algo más duradero, como la verdadera gloria. Muy pocos lo lograban. La gran mayoría ganaban la carrera corta, pero pocos, muy pocos, la carrera de las 4 millas. El lo había aprendido y vivido y ahora se divertía. ¿Sería eso la vejez? ¿A los 50 años? ¿Aquello que llaman experiencia, y que cuando uno la tiene ya no sirve para nada? Pero no, no se sentía viejo, al contrario, se sentía joven y le parecía que vivía rodeado de viejos de 30 años, de 40 años, de 50 años, de hombres y mujeres sin entusiasmo, cansados desde la mañana, sin capacidad de asombro, sin el impulso vital para cambiar, sin siquiera el deseo de inventarse una utopía y perseguirla, todos workoholicos y estresados en estos tiempos de horario extendido, oficina-hogar y el ridículo sistema de objetivos y resultados, una nueva y rara enfermedad del nuevo capitalismo que hacía que todos trabajaran más y más horas, siempre sin límites, sintiéndose inseguros, porque los límites se corrían todos los días con nuevas metas más ambiciosas, y nuevos resultados que apenas se alcanzaban.
¿Por qué entonces decir Basta? ¿Por qué lo dejaba todo, si le iba tan bien?
Diego hizo varias cosas antes de irse. Lo primero fue llamar a su abogado. Le confirmó por fin que se iba de allí, que no aguantaba más presiones, así que dejaba en sus manos el tema, para que hablara por teléfono al otro día con el CEO, o a la gente de recursos humanos, o les enviara una demanda para negociar una suma de dinero muy importante, el “ticket” por irse de allí. Ya que no querían que escribiera lo que pensaba y le pedían que se callara la boca, él se iría pero ellos tendrían que pagar. Estas cosas se resolvían así, en una mesa de una confitería elegante, sin estridencias ni insultos. Lo que pedía no era poco, era bastante, asustaría a los burócratas locales que siempre tenían miedo de este tipo de conflictos e intentaban esconderlos, taparlos, suavizarlos, para evitar cualquier escándalo. Muy bien, el costo para evitar ese escándalo sería elevado, pero la Compañía lo podía pagar y pasarlo a pérdidas, y lo harían con gusto para sacárselo de encima. Y para él era una cifra suficiente para sumarla a sus ahorros y terminar de cerrar sus cuentas, para dedicarse a hacer sólo lo que lo hiciera más feliz, y para encontrar o inventarse un lugar adonde el gobierno de turno no quisiera dictarle lo que tenía que pensar, escribir, decir. Tenía una “mala” costumbre desde chico, una compulsión a decir siempre lo que pensaba, lo que veía, lo que creía, algo grave porque la Argentina se estaba convirtiendo en una versión del Berlin previo a la caida del muro, en una remake caricaturesca de aquella inquietante película “La vida de los otros”. En los últimos meses algún alto funcionario bigotudo y gris del gobierno había llamado a Londres, al centro mismo de las decisiones, para presionar a la Compañía, para que a su vez lo presionaran a él, para no escribiera más aquellas columnas que no iban con el pensamiento único que empezaba a imponerse en el país, en una tendencia que se acentuaba día a día. Y los directivos de la Compañía, a su vez, lo habían presionando a él a través de la burocracia local para que se callara “un poco”, para que suavizara sus comentarios, para que no escribiera sus editoriales tan conflictivos, ni sus columnas políticamente incorrectas e inapropiadas, para que se cuidara de lo que decía cuando lo llamaban de alguna radio o en los seminarios topten que él mismo organizaba para los empresarios y hombres de negocios que todavía quedaban en ese país que tenía cada día más Estado y menos negocios. El se había defendido, explicando una y otra vez que la obligación de un periodista era no callarse, sino reflejar la realidad, objetivamente, ni con optimismo ni con pesimismo, y que a él le pagaban para hacer un diario de negocios en un país tan loco que no creía ni en las gananacias, ni en los negocios, ni el capitalismo, tanto que los mismos argentinos (hasta los mismos empresarios) solían decir que el país se dividia en “empresarios y trabajadores”, lo que ya era una confesión de que no consideraban que los empresarios fueran, tambien, trabajadores. Pero los tipos se habían asustado, por aquellas llamadas a Londres, o simplemente comenzaban también a adaptarse al pensamiento único que empezaba a imponerse desde el año 2004 en aquella Argentina pendular, cuya sociedad, y sus dirigentes, cambiaban de ideología cada década, según el humor social, según la marcha de la economía, según los resultados obtenidos por el gobierno anterior, según las modas. Pese a ser un tipo muy bien informado, Hartman jamás sabría del todo qué habría ocurrido repentinamente allí, adonde hasta hacía poco tiempo era el columnista estrella y ahora empezaban a mandarlo a freezar con el viejo sistema de aumentarle el sueldo, ofrecerle un cargo que sonara importante e ignorarlo progresivamente. Aquella compañía comenzaba a ser otro ministerio que recibía órdenes, o que se replegaba cínicamente hasta que se gastara aquel “nuevo pensamiento” que se imponía allí y en unos pocos países más del mundo. Negocios son negocios, pensó el con sarcasmo. Al final, se dio cuenta de lo obvio: aquello no era el Washington Post que había confiado y respaldado a sus periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward hasta el final, en una investigación que terminó dos años después forzando a renunciar nada menos que al Presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Pero el, que no sabía ser pragmático, que no sabía negociar sus principios, que no sabía callarse, vivía en un país y en una región del mundo en donde otra vez, como en el pasado, algunos pocos gobernantes delirantes y mesiánicos se creían con el derecho de entrometerse en “la vida de los otros”, guardar la libertad de expresión bajo llave y presionar de una u otra forma a los medios y a sus periodistas para que todos pensaran parecido, o peor, que directamente ni pensaran. Para peor, allí no funcionaban bien ni el primer poder, ni el segundo, ni el tercer poder, y ahora tampoco el llamado cuarto poder. Por eso mismo él estaba diciendo basta. Empezaba a ocurrir en Venezuela, en Bolivia y allí, en la Argentina, países que se disfrazaban de democráticos pero que día a día dejaban de serlo, aunque organizaran elecciones legales, pero no legítimas, cada 2 o 4 años. Y pronto se contagiarían en Honduras, quizá, o Ecuador, utilizando la palabra democracia para hacer exactamente todo lo contrario. Era una vieja enfermedad parecida al fantasma de la Inquisición, que volvía cada tanto a América latina como alguien que se niega a irse del todo, atrapado en aquella región mágica, surrealista, casi irreal como el mismo Macondo.
No era nada nuevo, por lo demás. Ya había ocurrido tantas veces en el pasado, allí y en tantos otros países. Lo que llamaba la atención era que aquello pudiera volver ocurrir otra vez en los principios del siglo XXI, en estos tiempos que ofrecen infinitas posibilidades de comunicarse y que prometen, pronostican y hasta pontifican una época de libertad de expresión única y maravillosa para la humanidad. De hecho, en el mundo estaba ocurriendo sencillamente eso en la mayoría de las naciones genuinamente democráticas, salvo en algunos países que se habían quedado estancados en el tiempo, o peor, que estaban volviendo al peor de los pasados. “Pero a mí me tocó estar aquí -se dijo, mascullando, enojado consigo mismo-, en una de esas repúblicas bananeras, fundamentalistas, con más ideas que ideologías, con gente que cree que porque votan cada unos cuantos años ya consideran que eso es democracia”. Pensó que cada tanto, como ocurría hacía años, siglos, milenios, algunos hombres se volvían locos, locos de verdad, locos de atar, locos de manicomio, y empezaban a creerse los dueños de la verdad, como si la verdad fuera una sola. Y se preguntó si sólo él se daba cuenta de eso o si a los demás no les interesaba todo aquello, agobiados y angustiados como estaban por sus propios dilemas personales y existenciales, el estrés y sus propios temores a la exclusión de aquel frívolo y seductor mundo de los pragmáticos, que sólo podía comprarse y pagarse con la tarjeta corporativa.
Así que luego de varios meses de negarse a aceptar aquello, de haber discutido, peleado y defendido lo que pensaba, descubrió que esa batalla estaba perdida. Para poder seguir mirándose en el espejo debía irse…
La segunda cosa que hizo fue sacar las tres fotos pegadas junto a la PC, frente mismo a él. Dos eran de sus hijos, una era de ella, Anna, su mujer, la más linda del mundo, como él la recordaba. Claro que ella ya no estaba y él trataba de no pensar. ¿Por qué la foto seguía allí? No lo sabía. Sospechaba que lo hacia para engañarse y creer que no estaba tan solo, para ser uno más, para sentirse normal.
Lo tercero que hizo fue escribir “sus últimas palabras” en la computadora de la Compañía. Era una despedida y a la vez un agradecmiento, porque muchos de los que habían trabajado con él tenían -como él mismo-principios y dignidad, aunque nunca se atreverían a decir Basta, ni a podrían hacerlo porque estaban atrapados de la tarjeta de plástico, las cuotas y ese no atreverse a pensar diferente ni ser diferentes…
Amigos y no tan amigos, jodimos tanto al clima, que nos quedamos sin aire. Jodimos tanto con el sexo, que nos quedamos sin amor. Jodimos tanto con la comida de plástico que nos destruimos la salud y vamos por la vida rodando. Jodimos tanto a nuestros hijos que quizá nos quedaremos sin nietos, mientras ellos nos tratan como si fueran nuestros padres y nos dan lecciones de vida. Jodimos tanto haciéndonos los buenos que hacemos todos mal y no ayudamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Jodimos tanto a desvestirnos con cualquiera, que ahora tenemos miedo de mostrarnos. Jodimos tanto a transgredir nuestros principios, mentimos tanto, nos engañamos tanto, nos escondimos tanto, nos callamos tanto, que ahora ya no sabemos quienes somos, ni como somos ni cómo hay que ser. Corrimos queriendo llegar tan alto que apenas dimos una vuelta a la manzana y volvimos al mismo lugar, una y otra vez, como Sísifo, sin darnos cuenta que el truco era llegar lejos, no alto. Nos creímos los dueños de la verdad y terminamos siendo unos intolerantes. Buscamos tanto el placer que terminamos enamorados del dolor. Abusamos tanto de nuestra sencilla naturaleza que estamos enfermos. Y hasta revivimos las viejas plagas que ya creíamos superadas, enterradas, olvidadas. Y ya no sabemos cómo es vivir saludablemente. Me despido de ustedes, su amistad, su compañía de todos estos años y las cosas que compartimos juntos. Los quiero y los extrañaré mucho, pero alguna vez hay que decir basta y seguir nuestro camino”. DH
… Aquello lo escribió automáticamente, le gustaba hacer pensar a los demás. Cuando lo terminó ni lo corrigió, lo copió y pegó en un mail, escribió “Reflexiones y despedida” en Asunto, buscó en la libreta de contactos aquel que reenviaba los mails a quienes trabajaban allí, desde periodistas hasta editores o gerentes de la Compañía, y agregó su dirección personal para recibirlo él. Entonces, esperó a irse para apretar Send, sería su última “nota” para la Compañía. Era una despedida, claro, un desafío. Muchos lo comprenderían, algunos lo envidiarían, y la mayoría pensaría que “Diego siempre estuvo un poco loco”.
Lo cuarto que hizo fue volver a la window de su artículo y clickear Send para enviar su última columna de la contratapa al director, a quien le gustaba hacer por unos minutos “como que” la revisaba, supervisaba, corregía y hasta mejoraba, antes de despacharla. Pobre inseguro: tenía el síndrome de la época, creer que mandar era imponerse a los demás y anular a todos los que tenía alrededor, en vez de estimularlos a ser mejores y crecer. El tipo al que envió su última columna era un dinosaurio, un mediocre más de aquellos hombres y mujeres grises que empezaban a ocupar todas las posiciones importantes en los lugares de poder del país, de varios países que empezaban a quedar sólo con la cáscara de democráticos y respetuosos, sólo con el discurso de librepensadores. Ya se sabe: en el trabajo uno nunca puede superar el nivel de capacidad del jefe sin arriesgar su cargo. Eran los tiempos en que “estaban ganando los perdedores”. Era el mundo de la selección darwiniana al revés. De los premios y castigos invertidos. Esas eran sus frases favoritas. Quizá por eso se iba, también. Pero, no, no era sólo por eso.
Lo último que hizo fue mirar la compu y buscar la famosa carpeta llamada Mis documentos, el objetivo número uno de los hackers, y la de Contactos del Microsoft Outlook, el segundo objetivo, y en cada una de ellas hizo Click, Flecha, Delete, Enter. Los datos importantes ya estaban en su Palm, y estacionados en google.com (como buen paranoico, tenía al menos dos back-up, mínimo). Con unos pocos movimientos de su mano en el mouse, Diego virtualmente desapareció de allí. Maravilloso Bill Gates. Unos minutos y ya no había más contactos. No había más documentos privados o secretos, ni sus enormes estadísticas, ni las montañas de información y comentarios que recibía de todas las consultoras importantes del mundo. ¿Quién podría ganarle a aquel hombre que en 100 años sería considerado el primer prócer de la nueva globalización, el creador de la nueva revolución que estaba ocurriendo allí mismo? No pudo dejar de pensar, como siempre, que en ese momento miles de millones de personas en todo el planeta estaban viendo una pantalla similar a la suya y haciendo el amor o el odio con el señor Windows. Maravilloso, envidiado y odiado Bill Gates. Lástima no haberlo entrevistado alguna vez, eso no logró hacerlo.
Cuando terminó de hacer todo aquello no sintió nada, de tanto que sentía en ese momento. En sólo 2 minutos había hecho todo lo necesario para desaparecer, para irse para siempre de allí. Entonces, miró a su alrededor, viendo aquella redacción en la que estuviera tantos años, siempre en el mismo lugar, en el mismo box, pese a que había ido ascendiendo en la escalera y se merecía hacia tiempo una oficina privada con su secretaria y todo. Pero no la tenía, nunca la había pedido y no le había importado demasiado. Le gustaba estar allí, le daba cierto placer, un poco enfermo quizá, un poco perverso, que todos (gerentes, directores, secretarias, otros editores, otros periodistas y hasta los visitantes ilustres) terminaran siempre acercándose a su pequeño lugar para conversar con él, o simplemente para saludarlo. Le gustaba estar allí, en medio de todos, como si fuera uno más de la tropa. Era parte de su estilo de perdedor e inseguro seguir estando allí, haciéndose el Zelig, mimetizado como uno más del montón, para que no lo vieran, tan seguro estaba de su propia insignificancia y de la de todos. No practicaba el perfil bajo, más bien parecía haberlo inventado hacía años, ahora que los asesores de imagen comenzaban a sugerirlo como la nueva genialidad.
Recién entonces apretó Send y envió aquella carta de despedida a todos, se levantó, tomó su celular pequeño y liviano, y lo puso en el bolsillo del pantalón (no lo exhibía como todos, lo escondía), buscó las llaves y la vieja Palm, se ajustó la corbata que lo diferenciaba del resto (siempre de desprolijo sport, como son los periodistas), tomó su saco azul y se dirigió hacia los ascensores. Mientras caminaba saludó como siempre lo hacía a algunos pocos que quería por allí, quienes a esa hora escribían apurados, atrasados, corriendo contra el cierre y aún ni habrían visto su despedida. Miró con tristeza todo aquello en un largo segundo de traveling como si fuera el héroe de una película hollywoodense que decía The End, apretó subsuelo para ir a la cochera y se fue para siempre. Había aprendido a defenderse, pensó, se había diferenciado de su pasado. Eran las 9:45. Había dedicado demasiados atardeceres a ese lugar, y aunque los había disfrutado, y mucho, ya era suficiente. Hacía mucho tiempo había descubierto que desde allí no se podía salvar al mundo, y que no le interesaba salvar al mundo, o en todo caso que aquella era una tarea de todos, y no de algún iluminado revolucionario. Cuando apretó el botón del ascensor para ir al garaje, pensó que al otro día el diario no hablaría de él, como diría Sabina, pensó que ya nunca escribiría la nota del día siguiente que la gente leía como si estuviera ocurriendo (pobres, si supieran cómo se hacen los diarios, solía decir él), y pensó en Kill Bill, aquella película loca de Tarantino en que alguien quiere matar a otro, aunque recién hasta el final, luego de decenas de muertos y kilos de ketchup, uno se entera porqué quería hacerlo, cuando ya es tarde.
Y entonces, allí, la soledad le pegó como pocas veces en la mejilla. Le sonrió al espejo, le gustaba jugar a ser aquel Humphrey Bogart que le dice “Here's looking at you, kid” a la mujer que amaba sin remedio, encontrándola y perdiéndola una y otra vez en medio de la guerra. Le gustaba ese tono entre paternal y varonil que ya no se usaba entre los hombres blandos y desdibujados del pos-posmodernismo light que zafaban usando sildenafil. Le gustaba tener unos pocos principios y respetarlos, respetarse. Le gustaba ser un lobo estepario, una piecita fallada, un tipo diferente en un mundo en que las personas se parecían cada día más a lo que las encuestas de opinión les decían que fueran, sintieran y pensaran. No quería ser un commoditie más, un futuro robot, un hombre que pensaba y actuaba siempre de manera políticamente correcta, un número más con su código de barras tatuado en la nuca, invisible, claro, pero allí estaba.
No sabía todavía lo caro que le saldría hacerlo esta vez, ser diferente, no ir con la manada en un mundo en donde más y más gente ahora confundía sexo por amor, ideas por ideologías, principios por fines, felicidad por placer y tantas cosas más que se había perdido mientras vivía encerrado en su propio tupperare, creyendo que era el tipo más informado del mundo. Sólo sabía que ese día cumplía 50 años y había descubierto que nadie era eterno aunque todos vivían como si lo fueran, postergando hacer las cosas felices para el lunes siquiente, para la próxima reencarnación o la próxima vida. Sólo sabía que el fin de semana anterior había escrito en su Palm unas dos o tres cosas que quería hacer en su vida antes de que fuera tarde. Conocía la sutil diferencia entre llegar alto y llegar lejos, ya había llegado alto y no se había mareado, y decir basta, stop debit, era su personal regalo de cumpleaños para poder seguir mirándose en el espejo y llegar lejos. Así que se fue para siempre de allí. Empezaba otra vida dentro de su vida. Arrancó el auto. Puso un CD y buscó una canción, no cualquier canción. Se trataba de “A mi manera”. Estaban las dos grandes versiones grabadas, la de Elvis y la de Sinatra, una detrás de la otra. Escuchando aquella canción aceleró el auto. Ahora que había dicho Basta todo estaba en orden. Sólo le faltaba saber que haría, adónde huir, ahora que ya no quedaban islas para naufragar.
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(publicado año 2010, continuará la próxima semana)
Hasta la Victoria Secret!
El Hombre Electrónico
(políticamente incorrecto)